Víctimas y sistema penal - Prólogo - 27/02/2017

Prólogo Revista #6 – Cárceles

Abordar el tema de los sistemas carcelarios en nuestro continente genera una gran responsabilidad. Por la importancia de los derechos involucrados, por la gravedad institucional que representa para el Estado la violación sistemática de esos derechos, por el rol que juega en nuestra sociedad el castigo y por lo tanto la cárcel como el castigo más paradigmático...

por Silvina Ramírez - Directora Ejecutiva INECIP

Abordar el tema de los sistemas carcelarios en nuestro continente genera una gran responsabilidad. Por la importancia de los derechos involucrados, por la gravedad institucional que representa para el Estado la violación sistemática de esos derechos, por el rol que juega en nuestra sociedad el castigo y por lo tanto la cárcel como el castigo más paradigmático, y en definitiva la necesidad de encontrarle sentido a la cárcel ya sea como un modo de disuasión para aquellos que incurran en conductas prohibidas o como la posibilidad de reinserción de quienes deben purgar un castigo. Mucho más aún cuando desde algunos lugares se cuestiona su existencia y su sentido. Las posturas abolicionistas han sentado un punto crítico radical a la justificación del castigo.

No obstante, dicha relevancia muchas veces no encuentra un eco deseable en la sociedad. En general, la ciudadanía no demuestra una preocupación por las cárceles, por las condiciones de encierro o por las posibilidades ciertas de que dichas cárceles cumplan con la función para la que fueron creadas. Por el contrario, el olvido y la desidia son dos de las características que marcan a fuego la relación entre “los que permanecen a uno y otro lado de los muros de la prisión”. Y frente a este escenario no es casual que cada vez se produzcan hechos más graves, atentatorios de la dignidad más elemental, que sólo profundizan la crisis en que el sistema se encuentra inmerso.

Si a ello se le suman otros innumerables problemas que presentan las cárceles en nuestros países –y que son transversales a los modos de castigo– tales como la agudización de la pena en el caso de las mujeres, el avasallamiento cultural en el caso de los indígenas, etc., nos encontramos frente a un panorama poco alentador que nos remite a los peores escenarios del castigo, en épocas en donde sólo motivos retribucionistas y vindicativos fundamentaban su imposición.

No es posible soslayar uno de los principales problemas que enfrentan hoy nuestras cárceles: el de la sobrepoblación. Con tasas cada vez más crecientes de personas privadas de libertad, en su gran mayoría procesadas sin sentencia firme, cuya procedencia no es otra que los sectores de más bajos recursos, las condiciones lamentables de hacinamiento y deterioro se incrementan notablemente. Y no es con más cárceles que estos problemas se van a superar, sino por el contrario es desplegando una estrategia reduccionista que apunte a “tomarse en serio” el derecho penal mínimo y sus implicancias.

Así, no existen buenas razones para pensar que vayamos en camino de una transformación del castigo, y en su caso de una humanización de las cárceles. Muy por el contrario las cárceles nos muestran día a día uno de los peores rostros de nuestras instituciones. No existirán sistemas de justicia que se precien de tales si no se trabaja fuertemente alrededor de un cambio en los sistemas penitenciarios, no se diversifican las penas, y las cárceles dejan de ser la primera opción para el castigo, o al menos la alternativa más probable para los sectores más desaventajados.

Si la cárcel se ha convertido en un instrumento que infringe sufrimientos innecesarios, si se ha transformado en sólo un depósito de gente en donde se las despoja de cualquier tipo de derechos, si se la visualiza como el símbolo más palmario de la falta de respeto por el ser humano, poco se podrá avanzar en el fortalecimiento de PRÓLOGO las instituciones que administran justicia, cuando el sistema debe entenderse como uno: el que administra justicia y también quien vela por el cumplimiento del castigo.

Por todas estas razones y por muchas más no expresadas en este prólogo es que vale la pena dedicar un número de la revista “Pena y Estado” a nuestras cárceles. Porque también vale la pena seguir debatiendo alrededor de una mejor forma de responder a una conducta ilícita y sobre todo porque es imprescindible conservar la vigencia de ciertas ideas que responden a un paradigma de Estado en donde los derechos humanos son la carta de navegación, y por lo tanto éstos no pueden ser vulnerados bajo la justificación de los delitos cometidos.

Esperamos entonces que este número de la revista contribuya a seguir profundizando un debate abierto, y especialmente relevante para nuestras comunidades. Que podamos –a través de estos peque- ños aportes y desde otras acciones y otros lugares– entender que la cárcel debe ser objeto de un cuestionamiento permanente, por el rol que cumple socialmente y principalmente por el especial cuidado y atención que requieren ciertos sectores postergados. Nadie cuestionaría la afirmación de que las cárceles no forman parte de las agendas públicas y, lo que es peor, no sensibilizan a ciudadanos que son bombardeados permanentemente por políticas de mano dura o tolerancia cero, concientizándolos más bien en las ventajas de condenar a penas altísimas, sustrayéndoles la oportunidad de reflexionar sobre lo que esto significa en pérdida de derechos y de dignidades.

Antes de recorrer el camino –necesario por cierto– de humanización de la cárcel, debe analizarse la perspectiva que presenta el derecho penal mínimo, agotando las vías alternativas para la resolución del conflicto que no signifiquen la pérdida de la libertad antes de optar por el camino del encierro. Ciertamente la estrategia de reducción de la pena privativa de la libertad no podrá ser ejecutada de inmediato, pero lo que sí es urgente y no admite dilaciones es la reducción de la población carcelaria y con ella la formulación de una política carcelaria que entre otras cosas ofrezca a quienes sufren la pérdida de su libertad de condiciones de vida más dignas. Si el Estado no enfrenta estos desafíos corre el riesgo de socavar lo que se ha alcanzado con grandes esfuerzos en el trabajo cotidiano, en pos de la democratización de la justicia.

Subir